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Diario de un vagabundo. El lobo terrible.

     Ya hace varias semanas que abandoné la ciudad de Caradul. El camino me lleva por las cercanías del río Felthera en dirección Sureste. Varios de los elfos me acompañaron, al igual que en mi llegada, con una venda en los ojos.

     Los Caransil me dijeron que siguiendo el río me encontraría con el Fuerte de las Cataratas, y más allá los Pantanos de los Druidas. Me advirtieron que evitara este lugar.

     El Fuerte de las Cataratas es uno de los últimos bastiones antes de Caradul. Según me explicaron los elfos, allí habita un poderoso espíritu del agua que está aliado con los elfos de la Tribu del Río que custodian la fortaleza.

    

     La nostalgia me invade cada vez que pienso en Erethor, y en todo aquello que forma parte del bosque. No puedo evitar sentirme parte de él. Por eso cuando veo algún intruso, alguien que intenta dañar al bosque o una parte de él, tengo que actuar. Y así lo hice esta vez.

     En la lejanía, en un apartado y espeso rincón del bosque, lejos de donde patrullas los elfos normalmente, ví lo que estaba sucediendo. Eran orcos. Unos nueve o diez. Y en medio de ellos lo que parecía la silueta de un gran lobo, en el suelo, herido. Los orcos no tardarían en darle muerte. Sigilosamente me acerqué mientras sacaba mi arco de madera-hielo. Ninguno de ellos me oyó. Antes de que se dieran cuenta de lo que sucedía, dos de ellos cayeron. Una flecha directa a la garganta. Una tercera flecha atravesó el corazón de otro de ellos. Fui entrenado en el uso del arco por los Erunsil.

     Uno de los orcos ha descubierto mi posición. Poso el arco cuidadosamente en el suelo y saco mis dos espadas. Evalúo la situación. Ellos son seis. Yo sólo uno. El orco que me vio carga contra mí dejando a sus compañeros atrás. Un error que no tarda en pagar, pues la rapidez de mis espadas acaba con el en dos movimientos. Ya sólo quedan cinco. Los orcos se repliegan y van todos a por mí. No puedo evitar que me rodeen, y en poco segundos se lanzan al ataque. En el torbellino de aceros consigo parar golpes a mansalva y herir su hedionda carne. Quizá no se habían enfrentado a alguien como yo. Siento como me hieren con sus vardacth y hachas de guerra, heridas de poca importancia, pero que me debilitan por momentos. Han caído tres de ellos, pero yo estoy débil herido. De repente oigo un gran rugido a mi espalda, y mis ojos atisban un velo de sangre a la vez que el cuerpo de un orco cae al suelo, decapitado. E último orco se da la vuelta al tiempo que el fornido cuerpo de un gran lobo cae sobre él y le arranca las entrañas.

     Después de la batalla, el gran lobo posa sus ojos en mí e inclina la cabeza. Su aspecto es verdaderamente atemorizador. Tras ello se da la vuelta y se interna en la espesura dejando un leve reguero de sangre a sus pasos.

     Tras curar mis heridas, y decapitar los cuerpos de los orcos caídos, tuve tiempo de pensar en lo sucedido, en el lobo. Se trataba de un gran lobo terrible. Hace miles de años, en la Primera Edad, los elfos y los animales terribles de Erethor se aliaron contra la Sombra, y de esa unión nació una amistad que aún hoy perdura.

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